miércoles, 20 de junio de 2012

Pedro y sus lobos. Uno.


    Rechinar de dientes, burbujeo de estómago, solos de trompeta golpeando sus tímpanos. ¡¡Malditos sean estos amaneceres anubarrados!!. 
    La luz que se dejaba ver a través de las rendijas de la persiana y los murmullos y chiscarreos de gorriones madrugadores peleando por la mejor rama del árbol colindante a su ventana, anunciaban que ya era hora prudentemente cristiana de abrir los ojos e incorporarse; adentrarse en ese túnel del nuevo día, esquivar emociones negativas y hacer como si nada, no era plato de buen gusto para esas horas matinales. Así que decidió con un gesto rápido y seco estirar todo lo posible el cordel y convencer a esas 'rejendijas' para que dejaran de existir y no entrara ni un ápice del maldito resplandor diurno.
    Todo ese esfuerzo fue en vano. Los fantasmas le visitaban una y otra vez, le rascaban la nuca, le acariciaban las rodillas. Grillos octogenarios reivindicaban sus derechos en sus sienes; en el mismo lugar donde su lóbulo temporal repasaba una y mil veces el episodio maldito. Memoria rechinada, embotellada y acorchada. Lenguaje raído.
Decidió acabar con aquella cantaleta, se deslizó sobre su propia espalda y con dificultad pudo poner los pies en el suelo. Podía notar los nudos en su espalda, los bultos en su cuello, le hacían sentirse mal inconcluso, mal acabado; su cuerpo le estaba dando ventaja pero no podía asegurar hasta cuando. Esta verborrea interna acabaría pasando factura.
     Como de costumbre el pasillo que le separaba de la puerta de la cocina estaba oscuro, demasiado renegrido, pero ya era tarde, se había adentrado en él. Todas las benditas mañanas tenía el mismo pensamiento, se sentía ridículo, pero lo magulló en voz alta: -¿amanecerá el día en el que recuerde que la llave de la luz está al lado del cabecero de la cama?. ¿O seré protagonista de la noticia en un mediocre periódico provinciano cuyo titulo sea: ''Muere pobre idiota víctima de su torpeza al tropezar con sus propias zapatillas en la más completa oscuridad incapaz de alumbrar sus pasos''?-. Mientras avanza lenta y bruscamente con los brazos estirados defendiendo su cara, en la postura típica de un zombi malamente muerto buscado carne fresca, repitió varias veces: -¡Pobre idiota, pobre idiota!-,  hasta que alcanzó la necesitada manivela que le devolvió la claridad que tanto ansiaba.
      Tardó solo unos minutos en prepararse el desayuno, al acercarse a la boca la taza con el humeante té notó por el aroma que le faltaba las gotitas de limón. Miró hacía la nevera, levantado sutilmente la ceja y con gesto de fastidio, se levantó hacía ella con desdén y enfado, pero este se multiplicó por mil cuando su dedo meñique del pie izquierdo golpeó la pata de la mesa, no solo derramando el líquido abrasante sobre su mano, sino sintiendo que todos sus sentidos estaban ahí abajo animando a su sangre a seguir circulando y no estallar por el aire con todo el contenido de sus restos óseos. Maldijo, maldijo y maldijo....y mientras maldecía sonó el teléfono.
    -¿Sí?- articuló con el estómago más que con la garganta -lo sé, pero,...- al otro lado del aparato Eva no le dejaba terminar la frase. -Sí, sí,....que sí. Nos vemos a mediodía socia.
      Limpió los restos del desafortunado incidente y con el pan de leche en la boca, cogió las llaves de casa, se puso los pantalones, las botas y salió de la casa.
      Aire limpio, brisa suave, álamos susurradores. Cada mañana recordaba con esta compañía porque estaba allí, este era ahora su hogar, su único hogar, su cara dibujaba una sonrisa; la primera del día. Esta se hizo mas intensa cuando recordaba el accidente jocoso que había sufrido su pequeño dedo.
      El segundo día de estar en el pueblo, en el mismo lugar y a la misma hora, se hizo una promesa: cada mañana daría gracias al cielo, a la Pachamama, a la Providencia, por encontrarse aquí, y no en cualquier otro lugar del mundo. La noche que sonó el teléfono, aquella noche en la que su vida no podía tocar más fondo, escuchó la voz de su querida Eva al otro lado del aparato con su frescura y jovialidad, contándole que necesitaba un socio para su proyecto, que la vida en el pueblo era idílica, bucólica, intentaba convencer a su amigo para que engrosara la lista de neorurales a los que la vida les había dado una segunda oportunidad mucho mas sencilla.  Sintió que aún quedaba aliento para continuar, lejos de la mierda que le ahogaba, la que le perseguía sin descanso día y noche, de la que no podía defenderse, ni pedir ayuda, ni volverse hacía ella y gritarle tembloroso que le dejara en paz. Esa mierda. Porque era justo lo único, que a sus ojos, le quedaba por hacer, llorar y pedir por favor piedad para que cesara la tortura. Pero la llamada de Eva fue el salvavidas que necesitaba en sus hondas y oscuras bocanadas de amargura. A la mañana siguiente estaba dejando su trabajo, su apartamento y su mierda en la ciudad, para esa misma tarde tomar las riendas, por primera vez desde que se encontraba en este mundo, de su vida en dirección a ese pueblo.
   
      Pedro se crió entre algodones, como suele decirse, ya que desde su nacimiento con siete meses, sus padres se habían desvivido por esa pequeña e indefensa criatura; le costó mucho luchar  por seguir adelante; ya no solo por su premadurez sino porque sufrió una rara afección en su sistema inmunológico apenas conocida que hizo de su mas tierna infancia un infierno para todo el núcleo familiar. Era el más pequeño de tres hijos, se llevaba con sus hermanas 15 y 18 años. Sus padres profundamente religiosos eran mayores cuando fue concebido, y esto añadido a la delicada y frágil salud de su madre, hizo que contara con tres madres muy protectoras y un padre autoritario y disciplinario, como todo buen militar que se precie. Gracias a que las largas ausencias del progenitor eran continuas y prolongadas en el tiempo pudo tener algo de alivio en su reprimida niñez. Hasta los 9 años de edad no se le permitió salir a la calle a jugar con el resto de niños y vecinos. Los rituales por los que más tarde, cuando subía a casa, era sometido de limpieza y desinfección era sublimes. Por primera vez acudió a un aula, a la escuela, con 12 años. Toda su formación en Primaria había sido en casa, con profesores particulares y clases con sus hermanas. Pero todo esto acabó cuando ya estando en el Instituto, su médico le dio definitivamente el alta, y su vida podía ser ya por fin normal. Demasiado tarde, su vida era ya un infierno. Pedro notaba que había algo en él que le desviaba de lo habitual. Se sentía fuera.

     Eva siempre había estado ahí. Intentó recordar su primer encuentro, sabía de memoria todos los detalles de aquella tarde en la cafetería de la universidad; pero no porque sus neuronas hubiesen hecho bien su trabajo, sino por las miles de veces que Eva había narrado cada minuto, cada instante definido a la perfección. Paladeó. Hasta podía volver a tener el sabor del croissant con dulce de leche que minutos más tarde ella le tiraría en sus recién estrenados zapatos. Se sorprendió sonriendo imaginándola con sus gestos, sus movimientos estirados, su exagerando vocabulario corporal, contándolo de nuevo.
No quería que se sintiera sola ahora que era ella quien le necesitaba. Quería que lo supiera, que lo oyera de su boca. Decirle en voz alta: estoy aquí no estás sola con tu dolor. Comenzó a sentir ardor en el estómago, las manos comenzaron a sudarle, eran los signos que su cuerpo le brindaba cuando las emociones hacían su presencia; no se sentía cómodo mostrándolas delante de Eva. Sabía con seguridad que ella lo sabía, pero necesitaba decirlo abiertamente; nunca se le dio bien expresar sus sentimientos, pero si había alguna persona sobre la faz de la tierra que mereciera ese esfuerzo, sin ninguna duda era ella. Hoy se lo diría.
      El camino polvoriento que precedía su calle se acabó; ya pisando asfalto respiró profundamente varias veces; incluso llegó a detenerse prácticamente para recuperar el estado optimo para seguir caminando sin desfallecer. Volvió a pensar que necesitaba ayuda farmacológica para estos ataques de ansiedad,...¿exageraba con esta etiqueta? pensaba. Y de repente le pareció que era más tarde de lo habitual; el sol pintaba más alto; se cruzó de lado de la calle para acercarse al borde del muro de piedra, para poder ver por encima de este si la frutería estaba ya con sus puertas abiertas. Efectivamente, hay estaba Manuel con su trajín habitual moviendo cajas de fuera a dentro, con su delantal anudado demasiado flojo y su cigarro apagado en los labios. 
     -Ehhhh Manuel-le gritó sin pensarlo-hoy has madrugado eh????.
Sin levantar la vista, ni dejar de repetir sus movimientos armónicos, el frutero le contestó:
     -Parece que a quien se le pegaron las sábanas fue a ti,-esbozando una sonrisa picaresca -¡¡y ya me han dado las quejas de que tienes a los peones sentados en el tajo!!- ya la leve silueta de su boca se convirtió en carcajada, dejó la quinta caja apilada en una torre y con las manos en la espalda a la altura de la cintura, se incorporó para ver a su interlocutor y no perderse la cara de este al escuchar su última frase.
    -¡¡Venga ya hombre!! Pues iba a ser el primer día que los soldados llegaran antes que el General- le gritó con el brazo levantado dándole más énfasis a su tono burlón. Pero sabía de sobra que era mas que probable que le estuvieran esperando Emilio y Gael. Eran jóvenes, pero muy responsables, y aunque de vez en cuando remoloneaban al acercarse la hora de acabar la jornada, la puntualidad por la mañana era algo que no les podía reprochar.
     Aligerando el paso llegó a la Placeta, aquí pudo terminar de confirmar que iban bien tarde, por lo menos 40 minutos o más había pasado de las 8 de la mañana. Al girar a la derecha para subir por la vereda su paseo se convirtió en marcha. Llegó sin aliento.
Saludó con la cabeza y un leve elevamiento de cejas a sus 'soldados'. Estos respondieron con idénticos gestos y se levantaron apresurados recogiendo sus mochilas del suelo.
Sacó el juego de llaves de su bolsillo y abrió  la vieja cancela que engalanaba la entrada de la casa de Doña Rosita. Era un edificio claramente burgués construido antes de la Guerra Civil, tenía un pequeño patio delantero adoquinado con formas geométricas con motivos florales, muy bien conservado con respecto al resto del patio, a la derecha varios naranjos deshojados, con falta de poda y riego frecuente; y a la izquierda una vieja fuente victoriana ligeramente inclinada hacia delante por haber perdido parte del pilar de apoyo rodeada por un gracioso circulo de Adelfas, no muy esplendorosas pero guardando parte de su bonito aspecto. Solo dos escalones elevaban la puerta central del suelo, delimitados por una baranda muy deteriorada por el paso del tiempo pero que aun conservaba su aire elegante y elaborado típico de la familia que la mando construir. Pedro no paraba de preguntar e indagar en el pueblo por aquellas gentes, aquellos Ruiz-Carpeta, le llamaba especialmente la atención la historia de aquella familia porque la casa en cada rincón, en cada detalle, parecía que quería comunicarse con él. Había trabajado en decenas de inmuebles viejos y en todos tenía las mismas sensaciones. Se veía atrapado por las paredes que reformaba, invadido por las historias calladas que le susurraban al oído los viejos tablones raídos, las bisagras oxidadas contaban anécdotas cotidianas que tenía que visualizar hablando e interrogando a la gente mayor, coetáneos de sus habitantes. Le fascinaba sus trabajo.
      Gael subió las escaleras hacia el segundo piso, andaba descolgando todas las puertas, ventanas y hojas de armario de madera. Mientras, Emilio y él ya habían comenzado a picar en paredes del primer piso. El único heredero de aquella espléndida saga familiar quería un reforma, una restauración meticulosa. Quería preservar el más mínimo detalle; incluso exigió estar informado del más ínfimo contratiempo. Y así fue en todo momento; si había algo que hacía a Pedro tan válido y tan requerido en el campo de la restauración era precisamente el saber captar el objetivo de sus clientes y hacerlo suyo, cuidando minuciosamente el resultado. Esto añadido al hecho de la implicación, casi personal, que adoptaba con cada edificio que reparaba hacía que la competencia tuviera poco que hacer. Tenía unos honorarios bastantes humildes con respecto al resto del sector, lo que ampliaba más aun su lista de espera, que ya rondaba los dos años; todo esto promovía su gran prestigio.
      El aire de la habitación se estaba llenando peligrosamente de polvo, la humedad del ambiente y sopor del mediodía hacían muy pesado seguir con el martillo y el cincel. Emilio había salido por tercera vez en los últimos minutos a tomar aire fresco
     -¿Quedará poco para las dos verdad?- le gritó desde dentro mientras se limpiaba el sudor de la frente con el antebrazo y resoplaba impidiendo que el polvo alojado en los labios fuera absorbido por su saliva.
     -Pues van a dar las menos cuarto,... ¡pero de las tres!- Se oyó desde el patio con algo de agravio.
     -¿Vas a tener que regalarme un reloj para mi próximo cumpleaños?- le contestó con aire burlón pero denotando su posición en la jerarquía, sonreía mientras terminaba la frase cuando una voz que bajaba desde el piso de arriba le contestó:
     -¿Despertador o de pulsera?- mientras las risas de los chicos se unían junto a la fuente.
      Pedro se quitaba con la ayuda de su gorra todo el polvo que tenía en brazos, cuello y pecho. Respiró profundo y pausadamente al salir al exterior, noto como el aire limpio le desatrofiaba los conductos de la nariz y la garganta; desde la puerta veía cómo Emilio salía por la cancela con su mochila en las manos buscando su almuerzo, Gael le seguía de cerca, miró suavemente hacía atrás y con el brazo levantado hizo su ademán de adiós.
      Buscó con la mirada la manguera que tenían instalada en el patio junto a la fuente, mientras si dirigía a ella se desprendía de la camisa y el pañuelo que había usado a modo de mascarilla; el sudor junto con los resto de cascote en la piel le estaba empezando a picar de modo exagerado, la asió como quien busca agua en el desierto y con toda la fuerza que le dio la llave de paso se enjuagó de pies a cabeza. La fuerza del agua sobre su piel era tal que en varias ocasiones tuvo que direccionarla bruscamente hacia el suelo porque le causaba dolor; pero el alivio que encontraba le pareció casi orgásmico.
      Sabía que Eva y Tomás comenzaban a comer alrededor de las 3; mientras que tomaba unos segundos para recomponerse, visualizó los pasos a seguir para abandonar la casa de Doña Rosita y llegar para el almuerzo entero y con sus pertenencias vitales intactas; ropa y llaves. Cuando llegó a su cita solo habían pasado 5 minutos más de lo acordado.
Eva le vio llegar desde el principio de la cuesta a través de la ventana de la cocina y cuando este estaba en la puerta de entrada, lo recibió con una muda limpia y seca colgadas bien dobladas sobre su antebrazo izquierdo.
     -Sabes que estos son los detalles que hacen que te quiera tanto, ¿verdad?-.  Fueron las palabras de Pedro al verla terminar de bajar las escaleras.
     -Anda, pasa y cámbiate, que la mesa ya está puesta- le sonrió mientras le tiraba con cariño y complicidad la ropa a la altura de su barriga.      
     -No me digas lo qué has preparado, me lo comeré todo sea lo que sea, ¡me muero de hambre!- dijo mientras avanzaba hacia el baño que había en la puerta contigua al salón, al pasar por quicio vio a Tomás apoyado en el dintel de la ventana mirando a trasluz un pequeño objeto con detenimiento.
    -Ehyyy Tomás, ¿qué tienes entre manos?- dijo sin detenerse. Al salir ya con su nueva ropa y mientras combatía con la cremallera de los pantalones que no cedían y se había atestado a mitad de su altura, contempló como Tomás se abatía desmayado sobre su sillón y el pequeño objeto se le resbalaba de las manos. Se asustó y corrió hacia él 
     -¿Estás bien? ¿estas bien?....- la voz de este se templó y desapareció, parecía no salir de su cuerpo con suficiente aire -Eva, Eva,....- gritó con fuerza y desesperación varias veces dirigiendose hacia la puerta 
     -Tomás se ha desmayado. Evaaaaa...- se encontraba impotente, torpe, asustado, su corazón se aceleró tanto que creía que le iba a estallar dentro del pecho. 
     -Tranquilízate, que te va a dar algo,.....¡no pasa nada!- ella estaba ya al lado del sillón y con las dos manos agarrando a Tomás por el hombro tratando de incorporarlo mejor al respaldo, de manera que la espalda y la cabeza se encontraran rectas y reposadas. Tomás parecía recuperar el aliento y el color, pero Pedro estaba tirado entre el rincón y la mesita del teléfono al borde de un ataque de nervios. Eva se dio cuenta que se había asustado demasiado e intento tranquilizarlo: 
     -Esto es normal, es solo un mareo... ¿verdad cariño?- decía con su voz mas dulce y amorosa, mientras le apartaba los mechones de la cara a su marido y le besaba en la frente. 
     -Y tú Pedrote, déjame que te ayude a levantarte de ahí, te traeré una cerveza bien fría, a ver  si recuperas el color, ¡porque te has quedado gris como las piedras!-. Los labios de Tomás dibujaron una leve sonrisa, mientras que Pedro se incorporaba torpemente con la ayuda de Eva. Este, al ver la mueca de su amigo enfermo y entenderla, notó que todo volvía a su ritmo normal y su pulso cedía, poco a poco, hacia la normalidad. Se sentó en la silla más cercana tocándose el pecho, y respirando profunda y pausadamente le dijo: 
     -Esto no me lo hagas más ¿vale?-.
     -Ahh, y ¿sabes lo que he preparado para comer?-, gritó Eva mientras desaparecía por el pasillo camino de la cocina. -¡Higaditos de pollo encebollados, señor me-lo-comeré-todo-sea-lo-que-sea!!-.
Pasaron un almuerzo sereno, en complicidad. Tres amigos con una charla desenvuelta sobre viejas historias, recuerdos comunes y anécdotas cotidianas bajo un mismo escenario.
    Eva y Pedro trazaron su estrecha amistad, cuando ambos estaban en su primer año de universidad, aunque realmente se conocían desde niños porque se criaron en el mismo barrio. Por las circunstancias familiares de Eva que vivió dos acontecimientos trascendentales, más aún para una adolescente, que fueron el divorcio repentino de sus padres y después, a los seis meses, la muerte temprana de su padre a los 61 años de un infarto, hizo que ella se implicara en su nuevo amigo de forma casi exclusiva. Pedro vivía en su calvario interior, al igual que a día de hoy, pero el hecho de no tenerlo consciente y los ires y venires típicos de la edad, hacían que su juventud se difuminara entre libros, siestas, fiestas universitarias, alcohol y otras drogas.
      Tomás llegó más tarde a sus vidas; cuando los abuelos paternos de Eva repartieron su herencia entre sus tres hijos, a Eva única hija de su padre recibió la vieja casa de sus abuelos en el pueblo, mientras que sus tíos se repartían las propiedades de la ciudad, un gran local comercial en un polígono industrial en auge y un ático en pleno corazón del casco antiguo. Siempre pensó que había salido perdiendo, y que su padre en vida no lo habría permitido, pero se conformó enormemente porque justo se hizo pública la lectura del testamento en el mismo mes que Tomás le pidió matrimonio. Eran amigos de la infancia, los padres de Tomás habían vivido toda la vida tres casas más abajo de la de sus abuelos, y en el último verano que pasó con sus padres las vacaciones estivales formalizaron su relación, sólo tenían 14 años, esta había sido desde que comenzó a existir sencilla y sincera. Eran una pareja ejemplar desde sus comienzos. Eva acabó su carrera de Arquitectura como habría sido el deseo de su padre; pero en cuanto se licenció se casaron y establecieron su hogar en el pueblo, en la casa de sus abuelos. Su madre nunca aprobó ni su relación con el 'pueblerino' ni muchísimo menos su decisión de retirarse al pueblo a vivir la vida de 'cualquier maruja sin cultura'. Pero las opiniones de su madre a Eva hacía ya muchos años que ni las escuchaba ni las respetaba. Era una relación recíproca; a los dos meses del divorcio, su madre vendió todas las propiedades en tenían en común, incluida la casa familiar, y se 'retiró' con el mejor amigo de su padre, abogado de profesión, a Barcelona. Dejó a Eva en la residencia universitaria de Salamanca, con el primer curso pagado, y a su padre durmiendo en su despacho con dos maletas y su periquito. Cuatro meses después murió solo. Eva nunca perdonaría a su madre.
      Terminó el resto de años de carrera trabajando media jornada en un McDonald y echando horas en un Estudio de arquitectura, propiedad de un viejo amigo de su padre. Siempre con el apoyo incondicional, tanto emocional como económico, de Tomás y su familia. Estos eran los propietarios de tres farmacias, la del pueblo y dos licencias más del pueblo vecino. Habían pertenecido a sus abuelos y a la vez a sus bisabuelos. Tomás era el menor de tres hermanos varones, los dos más mayores dejaron pronto el nido familiar y se establecieron fuera del país, ambos eran geólogos, uno de ellos vivía en Oran y el otro en Lima. Por lo que Tomás después de licenciarse en Farmacia mantuvo una relación excelente con sus padres y sus negocios. Después de la boda cogió las riendas de la economía familiar; Eva amada y feliz esposa se dedicó, a parte de a sus labores, a un pequeño proyecto que siempre soñó montar de obras de interior y rehabilitación.
      Todo comenzó a enturbiarse cuando después de unos ligeros mareos, dolor de cabeza continuo y sensación de vértigo con ciertos movimientos le diagnosticaron a Tomás un tumor cerebral, sin posibilidad de intervención quirúrgica por su tamaño y localización. Le dieron 6 meses de vida, de  esta fatal noticia había transcurrido ya un año y medio; tiempo en el cual la vida de esta tranquila e imperturbadora pareja se había ralentizado, nada más.
   
     Hacía rato que habían acabado el segundo y delicioso plato; Eva cocinaba con ingenio y, para satisfacción de sus comensales, improvisaba con nuevos y suculentos ingredientes y mezclas exóticas. Pedro jugueteaba con un trozo de miga de pan, la convertía en una bola compacta para segundos después aplastarla hasta hacer con ella un círculo perfecto camuflado entre los motivos geométricos del mantel. Una y otra vez. Eva se levantó de la mesa y comenzó a recoger los platos  y vasos sucios dejándolos con cuidado dentro del fregadero, les contaba las últimas pericias burocráticas que se había obligado hacer para poder obtener la licencia para la próxima obra. Pedro asentía con la cabeza, aunque realmente no tenía ni el más ápice de interés en estos temas, su socia era la encargada del papeleo, mientras que su labor era de campo. Mientras que preparaba la cafetera, su voz se entrelazaba con los sonidos del grifo abierto, Tomás miro a Pedro y le hizo una mueca como dándole a entender que la conversación era unidireccional, y nada que ver tenía que ver con ellos dos. Eva se giró y captó el entendimiento entre los dos varones, cerró el grifo y encendiendo el fuego para calentar el café, dijo malhumorada,
     -Bueno, veo que no os interesa mucho mis batallas con el Ayuntamiento. ¡Algún día dejaré que seas tú el que se encargue de estos asuntos y seré yo quien me vaya a la obra!.-
     -¡Te tomo la palabra!- le contestó Pedro mientras se bajaba de la nube de adormecimiento en la que llevaba momentos instalado, -mañana por la tarde ha quedado con Miguel y sus sagaces en venir a terminar la instalación de la fontanería de la casa de Doña Rosita- decía mientras estiraba los brazos sobre su cabeza y se recolocaba en la silla con la espalda y el cuello alineados con gesto de dolor -que los músculos de mis piernas quieren subir un par de veces las escaleras de la alcaldía para recuperar su tono-. Eva se rió al mirar la cara de su amigo, y le dio una pequeña colleja al pasar por su lado tras dejar sobre la mesa una bandeja con un rico bizcocho espolvoreado con semillas de amapola.
     -¡Toma¡. Te gustará endulzarte un poco tu amarga y penosa vida-. Le dijo cariñosamente mientras le acercaba un plato y un cuchillo para que se sirviera el postre. Al acercarse de nuevo al fregadero para seguir recogiendo la encimera, se asomó a la ventana,
    -¡Vamos a tener que compartir el bizcocho, no ten pongas demasiado Tomás!- comentó con ironía, ya que sabía que su marido no haría ni el amago de probarlo, hacía meses que no le hincaba el diente a nada con un más azúcar de lo normal. -Voy abrir la puerta, viene Teo a tomar café.
      Algo pasó por el estómago de Pedro al oír esta última afirmación, se le erizo la piel de la nuca, su pulso se aceleró tanto que tuvo que garraspear para disimular y tomar menos aire en cada inspiración. Tragó saliva. Para cuando Eva y el nuevo invitado estaban en la cocina, Pedro se había levantado de su silla y preparaba la nueva taza para servir el café. La dejó sobre la mesa, al lado de Tomás, bebía un vaso de agua cuando Teo se apoyo en su hombro a modo de saludo. Le paralizó. Sentía el calor de su palma, la ligera presión de la yema de sus dedos; llegó a cerrar los ojos en un intento de memorizar la sensación, congelarla. Archivarla. Rompió su estado casi hipnótico Teo con su grave voz:
    -¿Os lo montáis de maravilla?, a mi también me gusta la lasaña de.....- dijo mientras examinaba los restos de comida de entre la bandeja sucia y vacía, -¿....de berenjenas con atún?-
    -Zucchini, queso de cabra y magret de pato.- Le corto Eva con tono altivo, dándole con las caderas un leve toque para que se apartara y la dejara pasar a continuar con su tarea, -y un ligero toque de miel de caña...-
     -Te veo bien amigo,- le dejo a Tomás mientras se sentaba a su lado, la mirada mantenida con gesto de sinceridad. -Esta tarde te necesito. Me tienes que echar una mano con el grifo de la cerveza. Ya sabes que soy un desastre con la espuma... 
     Tomás se giro hacía la ventana y entornó los ojos al verse invadido por la luz directa, -¿esta tarde?,...no sé, tengo otros menesteres. Miraré mi agenda haber si te puedo hacer un hueco...- hacía un esfuerzo tremendo por sonreír, pero notó que las miradas que estaba atrayendo revelaban más pena que simpatía ante las palabras arrastradas mas que emitidas. Eva noto su irritación y acudiendo en su auxilio dijo mientras le ayudaba a levantarse: 
      -Llamaré a tu secretaría para que anule todas tus citas para esta tarde, y que puedas hartarte de cervezas hasta las mil esta noche con Teo en el bar del Zurdo. Pero ahora échate un ratito par reponer fuerzas.- Tomás no dijo nada. Andaba cabizbajo, arrastrando los paso ayudado por su mujer, mientras sus siluetas se fundieron en la oscuridad del pasillo.
     El silencio entre los dos hombre solo duro unos segundo, pero para Pedro fueron siglos. No podía conseguir que los músculos de boca y su garganta se alinearan para articular ni una sola sílaba. Se encontró paralizado. Pedro se abofeteó en su interior, se odiaba y maldecía cada vez que le ocurrían estas ansiedades delante de Teo,  probablemente este no apreciaría ni el más pequeño ápice de su malestar, lo que le convertía en más idiota si cabe. 
     Era el típico hombre cuarentón, esposo y padre de familia, dedicado a su trabajo plenamente. Sin más detalles que resaltar de su monótona y sencilla vida. Tenía una complexión fuerte y robusta, tostado por el sol su tez representaba al típico hombre mediterráneo, con una barba siempre de varios días del mismo tono negro que su pelo ondulado. Con sus mono de trabajo beig anudado a la cintura por las mangas, y rodeado de su cinturón de carpintero. En verano lo acompañaba de camisetas raídas de publicidad de establecimientos del pueblo o aldeas vecinas. 
Era el mejor amigo de Tomás antes casi de que nacieran. Sus madres habían sido a su vez amigas desde la infancia.  Habían compartido todo desde críos, más adolescentes Tomás se marchó a completar sus estudios mientras que Teo prefirió formándose como carpintero en el taller de sus tíos paternos. Teo se quedó huérfano de padre con tan solo 3 años,  estableciendo un vínculo muy fuerte no solo con su madre sino con su familia paterna. Los hermanos de su padre se quedaron solteros y levantaron todo un imperio con su carpintería conocido por toda la zona. Ahora que sus tíos estaban a punto de jubilarse, Teo era el único heredero y gerente del negocio.
     -Me faltan las puertas del piso de arriba,- dijo mientras se bebía de un sorbo el café con un gesto muy gracioso al tener levantado el dedo meñique, parecía que la pequeña taza se perdía entre sus grandes dedos. -Luego no me vengáis con las prisas, ya sabes que septiembre ya está aquí y todo el mundo empieza con las exigencias.- se levantó de la silla, caminando hacía la puerta del huerto ya con la manivela en la mano se giró y apuntándole con el dedo le dijo: -A ti también te espero esta noche, lo sabes.-
    Solo pudo, en un movimiento torpe, asentar con la cabeza. Volvió a verse en ese torbellino de sudores. Le aguantó la mirada hasta que no tuvo mas remedio que desviarla al suelo. El portazo hizo que temblara sobre su propio eje, y volvió a este universo con el bello erizado.